Madrid es una ciudad alocada que me fascina. Todo el mundo corre, se agolpa, zigzaguea; todos parecen mantener conversaciones interminables e interesantísimas con el móvil. Todos se afanan por estar en otra parte. Como soy un poco voyeur, a veces les observo y me invento un contexto para las palabras, cazadas de soslayo y una justificación para sus ajetreos. Mientras vago por el Madrid de los Austrias, un poco perdida entre sus calles de trazado caprichoso, inventando las vidas de desconocidos; casi en un despiste termino de nuevo en la plaza Mayor. Mi primera sensación siempre que entro en ella es de confusión, ¿estaba ya tan cerca? A los pocos segundos la simetría me termina de descolocar y ya no recuerdo ni por dónde he entrado.
Ahora estoy aquí y por un momento el tiempo se ralentiza, aunque a mi alrededor nada permanece ocioso: los camareros se esmeran en atender a los clientes, una Minnie Mouse en tecnicolor intercambia poses con un personaje de Toy Story, un repartidor tironea de su carretilla de suministros y un grupo de chulapos con bastantes décadas de experiencia se marcan un chotis para deleite de los turistas. ¡Olé ellos!
El espacio no está vacío sino lleno de vida y creedme que, a veces, hasta demasiado lleno. Los grupos de turistas me recuerdan a las bandadas de aves en ruta migratoria, personas vestidas de colorines que en su dispar conjunto guardan homogeneidad, se desplazan mientras siguen obedientes la voz de su líder, ríen sus gracias y atesoran sus anécdotas.
Hoy, mientras tomaba una fotografía junto a uno de estos grupos al que su guía entretenía con originales explicaciones, se ha parado junto a mí una señora, ya mayor, que ha tenido a bien hacerme algunas aclaraciones.
—Es que todo eso que les cuentan, no lo dicen las crónicas— me indica algo disgustada, para acto seguido ilustrarme con su propia versión de la historia.
Porque esta encantadora espontánea, como otros madrileños que conozco, presumía de ser gata, es decir madrileña de pura cepa, con ocho apellidos madrileños (en realidad no se requieren tantos). Coloquialmente se llaman así los nacidos en la ciudad que son hijos y nietos de madrileños. Si me quedo un rato, estoy segura que hasta me enseña unos pasos de chotis, que la he visto muy lanzada.
Me parece maravilloso que la gente tenga esa pasión por lo suyo, que no por eso es mejor ni peor, pero es lo tuyo ¡caramba!, y si no presumes tú, ¿quién lo hará? Y a un madrileño la plaza Mayor le fascina, con sus estudiadas proporciones áureas, configura el corazón del lugar al que pertenecen en el mundo. Es su memoria y le devuelve a las navidades de su infancia.
Para eso se construyó esta plaza, para que los madrileños la vivieran, para presumir de lugar imponente, para celebrar sus fiestas, sus mercados, sus corridas de toros; para pasearla, para hacer verbenas, para casarse; vamos, todas esas las cosas que han hecho las gentes comunes a lo largo de la historia. Este lugar siempre fue lo mismo, con diferentes caras, y diferentes formas: la antigua plaza del Arrabal, fuera de las murallas medievales, en la que unos mil años atrás los mercaderes vendían sus productos sin pagar los impuestos de intramuros. Más tarde, cuando Felipe II trasladó la capital de su reino a Madrid, eligió este lugar para transformarlo es su plaza Mayor, un emblema de su reino y que tantas veces se replicó allende los mares en tantas villas de las Españas de ultramar.
La plaza nos pertenece a todos, pero sobre todo es la plaza de los madrileños en la que se magnifica el latido vital de una ciudad que nunca duerme. Donde se enamoran y donde se dejan plantados. Donde se casan y donde han muerto muchos. Sí, también muerte. Porque aquí se produjeron ejecuciones, autos de fe, emplumamientos y otros escarnios públicos, hasta tiempos de la Guerra Civil. Aquí, en el corazón de la ciudad, justo donde más duele.
***
Umm, ¿este olorcillo que me llega es de calamares? Pues a ello. Os dejo, que es el momento de una cervecita y un bocata de calamares, como mandan los cánones, que yo también soy turista y amén.
Madrid, 28 de mayo 2022
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